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La cautividad de los delfines y cetáceos, puestos al servicio de la industria zoológica,
se puede entender como un robo a la naturaleza. Una forma de usurpar las condiciones natas
de los seres vivos. Todo por unos aplausos. “Cuando viven cautivos dejan de tener opción
de llevar a cabo sus comportamientos naturales. En libertad estos animales pueden recorrer
decenas de kilómetros diarios a unas profundidades altas para poder comer. Sin embargo, en
los acuarios se ven obligados a moverse en espacios muy reducidos, en el mejor de los casos
junto a otros miembros de su misma especie, sin tener que buscar alimentos por su cuenta
porque los entrenadores les dan de comer de su mano”, explica Miriam Martínez, veterinaria
de la Fundación para el Asesoramiento y Acción en Defensa de los Animales (FAADA).
“Se ven obligados a dar vueltas en una piscina y terminan volviéndose locos,
escuchando como sus propios gritos revotan en las paredes del acuario”, añade Laura Duarte,
presidenta de Pacma. Pero, simplificar el sufrimiento de estos seres en relación al espacio en
el que habitan sería, quizá, caer en un reduccionismo. La escasa capacidad de movilidad les
genera estereotipia –comportamientos que realizan de forma muy repetida que no tienen
ninguna función biológica–, que esconde, a fin de cuentas, estrés y otros problemas fisiológicos
y digestivos importantes. El perjuicio no termina aquí. Es posible que la gran inteligencia de
la que disponen los delfines y cetáceos les haga más propensos a sufrir, a percatarse de cómo
sean despojados de su esencia en un pequeño estanque de agua.
Como los humanos, estos animales dependen de unos lazos sociales que, sin embargo,
desaparecen a la fuerza, ya que habitualmente las crías son separadas de sus madres al poco
tiempo de nacer para evitar consanguinidad y vínculos endogámicos. Este despojo va contra
su propia naturaleza, que les lleva a coexistir en familia durante prácticamente toda su vida en
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